Etapa ineludible de todo ciclo, la muerte, es al mismo tiempo, final y principio. Un ataúd blanco del que emergen luz y sonido –el Cajón O– reposa sobre dos rocas y porta la inscripción: “La despedida no diluye la presencia de lo que ha sido. Expira a destiempo en lugar de morir”. Nada desaparece, todo se transforma. El fin de la materia no implica la extinción de su energía.

La escena dialoga con la chimenea del Palacio Errázuriz, donde Auguste Rodin proyectó en 1913 su obra inconclusa La muerte del poeta, bocetada en una maqueta de bronce. Allí, el yacente está custodiado por Adán y Eva, representaciones de las fuerzas universales masculina y femenina. Como su actual imagen análoga, una instalación de andamios sostiene la versión actual de Elba Bairon, un cuerpo suspendido, imagen etérea de la poesía inconclusa. Un acto performático prolonga ese gesto: los intérpretes encarnan distintas figuras de la Historia del Arte para tejer un recorrido simbólico vivo.

En el subsuelo del museo, una capilla gótica conserva otra figura yacente, un soldado con su armadura y espada, metáfora de la lucha interior por sostener el propósito aun frente a lo inevitable. Como en la alquimia, cada transformación disuelve algo para que emerja otra posibilidad. Entre pulsión de vida y pulsión de muerte, el límite se vuelve fértil: toda poesía continúa más allá de su silencio.

El bar presenta un recinto de transformación pensado en tres niveles: físico, energético y espiritual. En el espacio, una mesa alta se rodea de banquetas marcadas según el código de la alquimia: sal, mercurio y azufre, símbolos del cuerpo, el espíritu y el alma.

A su lado, estanterías exhiben extractos vegetales en reposo, sustancias que resguardan, en su química, un poder de curación latente. Esta práctica medicinal —antiguamente llamada espagiria— se despliega en grandes mesas, como un proceso cargado de intención, simbolismo y correspondencia.

El laboratorio se revela como un microcosmos, el universo en pequeña escala. Los instrumentales actúan como órganos que recrean procesos naturales. En este escenario, late el precepto solve et coagula, separar y purificar con el fin de reunir. La obra alquímica se mueve entre vida y muerte, apertura y fijación, para que lo más denso se vuelva sutil y lo esencial pueda renacer con fuerza.

Con Plutón como regente, el recorrido transita por tres fases: la disolución del estado conocido, la acción en múltiples planos y la cristalización de un nuevo orden. Como metáfora del cambio perpetuo, emergen esculturas de hongos, seres del reino fungi que desafían las clasificaciones tradicionales y transmutan su esencia para sostener formas de vida invisibles pero fundamentales.

BAR ALQUÍMICO

El bar alquímico presenta un recinto de transformación pensado en tres niveles: físico, energético y espiritual. En el centro, una mesa alta se rodea de banquetas marcadas con los códigos de la alquimia: sal, mercurio y azufre, símbolos del cuerpo, el espíritu y el alma.

A su lado, estanterías exhiben extractos vegetales en reposo, sustancias que resguardan en su química un poder de curación latente. Esta práctica medicinal llamada espagiria, se despliega en grandes mesas como un proceso de transformación cargado de intención, simbolismo y correspondencia.

El laboratorio se revela como un microcosmos, el universo en pequeña escala. Un espejo en el cual la naturaleza se refleja y se transforma. Los instrumentales alquímicos más que simples aparatos; actúan como órganos que recrean procesos naturales. En este escenario late el precepto ‘solve et coagula’: separar y purificar, con el fin de reunir. La obra alquímica se mueve entre vida y muerte, apertura y fijación, para que lo más denso se vuelva sutil y lo esencial pueda renacer con nueva fuerza.

El recorrido transita tres fases: la disolución del estado conocido, la acción en múltiples planos y la cristalización de un nuevo orden. Como metáfora del cambio perpetuo, emergen esculturas de hongos: seres del reino fungi que desafían las clasificaciones tradicionales y transmutan su esencia para sostener formas de vida invisibles pero fundamentales.

LIVING

SOSTENER LA VIDA Y DAR CONTINUIDAD
ALLÍ DONDE AMENAZA DE FRAGMENTACIÓN.

Dos abejas custodian el inicio de la escena. Sobre la mesa, el polen aparece como alimento común y metáfora de la riqueza compartida.

Un sofá oval despliega los doce signos zodiacales en sus almohadones. Conforman una rueda que reúne los cuatro elementos —fuego, tierra, aire y agua—, y en cada uno, sus tres movimientos —cardinal, fijo y mutable—. Juntos organizan la energía cósmica de manera complementaria.

Un grupo de performers habita el espacio como organismo vivo, encarnando arquetipos que hacen visible la constelación grupal. En la colmena, cada miembro aporta a un fin colectivo: sostener la vida y dar continuidad allí donde amenaza la fragmentación.

COMEDOR

ENERGÍA Y ESTRUCTURA:
BASE SILENCIOSA DE TODA CREACIÓN.

El comedor, además de alojar el acto de nutrir, configura un espacio donde se establecen vínculos y se manifiestan dinámicas de poder. Aquí, una mesa redonda propone la integración entre los comensales.

Siete sillas giratorias llevan inscritos los planetas visibles que, desde la antigüedad, le dan nombre a los días de la semana. Cada astro despliega su arquetipo: el Sol, conciencia y vitalidad; la Luna, memoria e intuición; Mercurio, comunicación y mente; Venus, deseo y armonía; Marte, acción y voluntad; Júpiter, expansión y sabiduría; Saturno, límite y maduración.

En los márgenes, las estanterías exhiben un muestrario del mundo mineral, materia cristalizada que contiene la memoria de la tierra. A su lado, se encuentran las bacterias, arquitectas primordiales, responsables de articular los flujos energéticos y los ciclos de los nutrientes. Estructura, función y energía: bases silenciosas de toda creación.

JARDÍN

EL ÁRBOL CONECTA CIELO Y TIERRA,
UNE LO TRASCENDENTE CON LO MUNDANO.

Dentro de este paisaje, un árbol se impone como figura central; conecta cielo y tierra, une lo trascendente con lo mundano. Sus raíces representan el origen y la memoria: lo que sale a la luz desde lo profundo. El tronco simboliza la identidad y la fuerza que sostiene la existencia. Sus ramas, los caminos de la expansión que conducen a la flor, expresión de la belleza. De ella deriva el fruto, potencial latente, razón de la caída y el renacimiento.

Una escalera helicoidal introduce la noción cíclica. Todo es perfecto, cada peldaño propone un estado necesario: inactividad, reposo, calma, silencio, contemplación, tiempo, juego, fiesta y misterio. Dentro de este paisaje, el horno —volcán que contiene el fuego— enciende la dimensión de lo indómito, la combustión como fuerza de destrucción y creación.

Sobre dos banquetas, un par de óculos permite atravesar distintas capas de realidad: naturaleza, artificio, virtualidad. Al acceder a esta dimensión aumentada, los elementos del jardín recuperan su potencia universal.

Urano, el gigante de hielo, se precipita y desencadena lo inesperado. El magma y los meteoritos digitales nos interrogan sobre lo real ¿cuántos planos, cuántas dimensiones conviven con la nuestra?

APOSENTO

CUANDO LAS AGUAS TURBULENTAS SE AQUIETAN,
LA CLARIDAD REGRESA.

Una cama circular ocupa el centro de la isla. Allí, el inconsciente se manifiesta y los sueños, las pesadillas y las revelaciones toman forma, mientras el cuerpo se recoge en un gesto uterino para detenerse, volver a su origen y sanar, o bien amar, conciliar o prepararse para la lucha.

Sobre el lecho, tres almohadones siguen el ciclo lunar; todo se encuentra en un cambio constante. A ambos lados, dos banquetas muestran los glifos alquímicos del agua y del aire, símbolos de la emoción y el pensamiento. Como contrapunto, El pensador, de Auguste Rodin, concentra la tensión en la sala: ¿qué piensa, qué siente, qué peso sostiene con su mano? Su figura expande la dimensión contemplativa del recinto.

Con Neptuno activo, se diluyen los bordes del yo y del espacio. Su acción abre un canal que pendula entre la inspiración y los espejismos, entre la conexión y lo nebuloso. Cuerpos performáticos encarnan este devenir.

Grandes algas refuerzan la atmósfera acuosa. Un tanque de agua completa el ambiente y sostiene el ritual. Recuerda que el reposo es la antesala de la revelación: cuando las aguas turbulentas se aquietan, la claridad regresa.

VESTIDOR

ENTRAR Y SALIR DE NOSOTROS MISMOS,
SER OTROS PARA RECONOCERNOS EN LO MÚLTIPLE.

El Pabellón O se presenta como un vestidor circular, donde las prendas translúcidas revelan más de lo que ocultan. Cada traje es un umbral: protección y adaptación entre el ser y el entorno, interfaz que permite habitar planos físicos, simbólicos y virtuales. Allí, se despliegan cinco figuras arquetípicas, portadoras de un modo de existir —guerrero samurái, buzo, apicultor, agricultor y brujo—.

Estas indumentarias no solo cubren el cuerpo, expresan identidad, confieren aptitudes y expanden los límites. Vestirse es, aquí, un gesto ritual que nos advierte que podemos cambiar, ensayar otros roles, convertirnos en individuos o en tribus, en fuerza de trabajo o en energía espiritual. Cada atuendo habilita un pasaje; entrar y salir de nosotros mismos, ser otros para reconocernos en lo múltiple.

El último gesto de la exposición es también el primero: recordarnos que en cada piel habita la potencia de volver a empezar y que la existencia se trama entre el fin y el principio.